El género de la novela histórica es un género muy particular. Es un género excepcional, magnífico, si el escritor entendió el significado de su labor, y su deber para con los lectores. Cuando no es así, la novela histórica es potencialmente peligrosa. Yo he leído novelas históricas espléndidas, placenteras, muy bien logradas, como El día que Nietzsche lloró, de Irvin D. Yalom. Pero también he leído de las otras, las que se transforman en un peligro para el lector mal informado. Porque el escritor tiene que llevar a cabo, antes de proponerse escribir, una investigación muy profunda, y en base a los resultados decidir qué se podría novelar, y qué no. Sobre todo cuando se trata de una novela histórica biográfica. Al redactarse la biografía de una personalidad, así sea novelada, hay que entender que ciertas cosas no se pueden novelar. Los artificios puede contribuir a transformar lo escrito en obra de arte, pero hay ciertos aspectos que no se pueden contaminar. Es difícil retenerse, lo sé, pero en ciertos temas hay que ponerle un límite a la imaginación y serle fiel a la historia real. No basta con sentir una profunda idolatría y admiración hacia la personalidad sobre la cual se escribe, ni basta tampoco con trasmitir esos sentimientos a lo largo del libro. También hay que respetar los acontecimientos relativos a las personas que rodearon al personaje central, aunque por ellas no se sienta tanta admiración.
Este post surgió por mi decepción al terminar de leer Al encuentro de las Tres Marías, Juana de Ibarbourou más allá del mito, de Diego Fischer.
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