Una cosa que me molesta es la gente que molesta a la gente porque no le gusta algo.
Voy a esclarecer mi propósito con un ejemplo.
Hoy fui a un té con mi madre y sus amigas (cosas que pasan) y había una Carrot Cake con canela. A una de las amigas de mi madre no le gusta la canela, nunca en su vida le gustó, y jamás la usó al cocinar, haciendo que a sus hijos tampoco les guste demasiado. No me explico yo por qué, pero a todas las señoras reunidas en el té les pareció totalmente inaceptable que ella ni probara el Carrot Cake ni le gustara la canela. Silenciosamente, a través de miradas cómplices mientras la desafortunada se servía un pedazo de la fatal torta, las demás se comunicaron que sería buena idea no advertirle que uno de sus ingredientes era aquel enemigo íntimo, con la esperanza que al fin se reconciliaran. Pero ella lleva una vida haciéndole la guerra a la canela, así que obviamente, al primer mordisco lo notó, y educadamente devolvió el plato. Las demás, sintiéndose sabias y generosas por querer compartir su sabiduría, convencidas de que se trataba de un capricho de nuestra heroína, insistieron, con argumentos del estilo de:
-“Ay pero probá un poco más, si ni se nota”
-“¡Qué exagerada! Si apenas tiene canela...”
-“No sabés de lo que te perdés… Cuando te animes te vas a querer matar porque vas a descubrir que te encanta”
Y yo tuve que intervenir. Pobre… ¿Qué les molesta que haya una persona más en el mundo a la que no le guste la canela? ¿Qué cambiaría en sus monótonas vidas que ella comiera o dejara de comer la torta de zanahoria? ¿Cómo pueden creer que una persona que jamás comió algo no lo iba a notar su primera vez?
En realidad, yo la quise ayudar porque me sentí identificada. Tengo gustos especiales, y sí, caprichosos. Pero no molestan a nadie. Y si no molestan a nadie, ¿por qué les molestan? ¡!
Por ejemplo, yo no tomo bebidas con gas. Para nada. Me fascina el agua natural, sin gas. Todo lo demás me parece artificial. Y eso, believe it or not, me convierte en una paria. Cada vez que vamos en familia a comer a un restaurante y el mozo se acerca a preguntar qué vamos a tomar, yo la paso mal. Todos se entremiran, y muy rápidamente llegan a la conclusión de que hay que pedir tantas botellas grandes para compartir de Coca Cola común, y tantas otras de Coca Cola Light. Y yo, tímida y vergonzosamente, tengo que declarar que yo quiero un agua mineral sin gas, soportando las miradas acusadoras de toda la mesa, como si estuviera cometiendo un crimen imperdonable. En los cumpleaños infantiles también la paso mal. Tantos vasitos desperdigados con Coca, Fanta y Sprite me hacen sentir como una pecadora capital cada vez que me tengo que dirigir medio a escondidas hacia la cocina a pedir en voz bajita que alguien se apiade de mí y me sirva un vasito de agua, así nomás, de la canilla.
Y los días pasan, y yo sigo sin entenderlo… ¿¿A quién molesto tomando agua??
También me molesta profundamente cuando alguien, tras descubrir que no me gusta algo, decide moralizarle, abrirme la cabeza, ampliarme el horizonte. Ahí me largan preguntas del estilo de:
-“¿Pero cómo sabés que no te gusta? ¿Lo probaste alguna vez?”
Y a mí me dan ganas de contestar:
-“No, sabés lo que, nunca lo probé ni lo probaré… Soy una caprichosa que decidió que algo no le gusta y punto… ¡Pero tengo derecho! ¡A vos ¿qué te cambia?!”