El otro día un conocido me preguntó si tenía una cuenta en Facebook. Yo le dije que no, porque la verdad que no quería que él estuviera al tanto de todo lo que mis contactos puedan poner sobre mí. Por lo menos por ahora, capaz que si nos hacemos más cercanos sí, pero por el momento ni nos conocemos tanto, así que no me inspira exponerme así a extraños. Y él, por supuesto, me preguntó:
-“¿No? ¿Cómo que no?”
A lo que inocentemente respondí:
-“No, no, en serio, no me gusta que todo el mundo esté al tanto de mi vida privada, no sé, no me convence eso de permitir que se revele tanto de mí”.
Y como era de esperar, ahí empezó a presentarme todos esos argumentos que ya he oído mil veces por parte de la gente que cree (no sé por qué insólita razón) que es fundamental para el futuro de la humanidad convencerme de hacerme una cuenta en Facebook. Que cómo que no, que si no sé lo útil que es para cualquier propósito, que si no sé que mis conocidos igual pueden subir fotos y comentarios sobre mí sin que yo tenga una cuenta, que si no estoy al tanto de todos los dispositivos que tiene Facebook de protección de privacidad, que si no sé que tenés el derecho de elegir cada vez que subís algo a la red quién querés que lo vea y quién no, etc. Y a todo esto yo respondí lo mismo que ya he respondido mil veces. Que sí, que ya sé todo eso, pero que si la gente sube cosas sobre mí, por lo menos no me puede etiquetar porque no tengo cuenta y la cadena se corta más rápido, que por más que hayan opciones para asegurar mi privacidad, nunca se puede controlar totalmente todo lo que todos tus contactos y los contactos de tus contactos hagan, que por más que yo pueda pedir que se saque una foto donde me hayan etiquetado siempre va a haber un lapso de tiempo en que esa foto estuvo publicada a la vista de mis conocidos sin que yo lo quisiera,… (y muchas cosas más que me cansa enumerar ahora).
Y él, nada convencido por mis argumentos, terminó la conversación diciéndome:
-“Ah, ya entiendo, sos de las que tienen algo que ocultar”
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