Cuando mi papá cocina, yo lo disfruto. Mis hermanos disfrutan. Todos disfrutamos. Cuando mi papá cocina, él se pone creativo, riguroso, organizado y meticuloso. Primero piensa en los ingredientes que precisará, en los que hay en la alacena, y en los que recientemente se acabaron y hay que reponer, y recuerda todo eso a la hora de hacer las compras. Y entonces, cuando se dispone a cocinar, está seguro de tener todo lo necesario. A veces hace el proceso inverso, es decir, a partir de los ingredientes disponibles descifra qué puede cocinar. Su creatividad se lo permite. Una vez superada esa etapa, se encierra en la cocina. Y nadie sabe qué pasa ahí, y a nadie le importa en realidad. Lo único que nos preocupa es el resultado. Nosotros seguimos con nuestras rutinas mientras esperamos, y de vez en cuando lo oímos tararear, o cantar, o comentarse algo a sí mismo. Y al rato aparece con la fuente, la pone en el centro de la mesa, nos sentamos cada uno en su lugar y nos sirve. Y somos felices. Y si se le quemó o se le pasó un poco, él se sirve la parte quemada o pasada.
Cuando mi mamá cocina, mi mamá lo disfruta. Nosotros temblamos. Primero, nos pregunta de qué tenemos antojo, porque nos quiere complacer. Eso la hace sentir bien. Entonces nosotros pensamos y pensamos y pensamos cuál sería el plato más simple que le podríamos pedir. Qué comida nos acarrearía menor cantidad de problemas. Qué elección haría de nuestras próximas horas de vida lo menos ajetreadas posible. Tomamos en cuenta todos los factores: ingredientes requeridos, ingredientes disponibles en casa, modo de cocción, vajilla y utensilios que habrá que ensuciar (y lavar), tiempo de cocción… Hasta que le damos la respuesta final. Entonces, mi mamá va a la cocina. Toma el recetario. Busca en el índice. Mira la receta. A modo de apoyo, nomás, claro, porque es algo que ella ya sabe cocinar. Y ahí empieza la historia.
-“No entiendo por qué siempre usan tanta manteca en estas recetas. Voy a poner la mitad de la manteca que piden y el resto de aceite. Y en vez de tanta agua un poco de leche. ¿Tres huevos? Ah no, voy a usar sólo dos. Y un poco más de polvo de hornear, si no no crece nada.”
-“Oliiiiiiiiiivia… ¿No me buscás las cacerolas del juego aquel rojizo?”
-“Ponéme en este recipiente dos tazas de harina… ¿Cómo que no hay más harina? No se puede creer. ¡Te das cuenta que tu padre me hace siempre lo mismo! Se le ocurre cocinar, viene se acaba todos los ingredientes y no me avisa. ¿Yo cómo sé qué hay que reponer si no me dice? Andá, pedíle a tu hermana que vaya al súper. Y que se apure.”
-“¿No me enaceitás la fuente?”
-“¿Cómo que precalentar el horno media hora? Ah no, yo lo pongo ahora y que se vaya calentando con esto adentro.”
-“Olivia vayan poniendo la mesa con tu hermana que en cualquier momento va a estar.”
-“¿Qué están comiendo? ¿De dónde sacaron esos bizcochos? ¡Tu padre está decidido a arruinarme la vida! Se le ocurre comprar bizcochos justo el día que yo les quiero hacer algo rico. Me pasé toda la mañana encerrada en la cocina para que ustedes cuando esté pronto no tengan más hambre. ¡No se paran de la mesa hasta que se coman todo!”
-“Bueno, ya lo puse en el horno, ¿no te quedás acá cerca vigilando que no se pase mientras voy a aprovechar el solcito afuera?”
Y al rato mi padre aparece con la fuente, porque vino a remplazarme en la cocina, la pone en el centro de la mesa, nos sentamos cada uno en su lugar y nos sirve. Y él es feliz. No sé cómo hace, pero siempre es feliz. El resto estamos de malhumor. Y si se quemó o se pasó un poco, él se sirve la parte quemada o pasada.
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me resulta familiar lo q decis aunq yo lo vivo con mas malhumores... tu padre es distinto del mio...
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